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Religion

En eras remotas, cuando la humanidad apenas trazaba sus cimientos en toscas ciudades, los mitos de la creación susurraban historias de dioses omnipotentes que moldearon el mundo con manos colosales. 108 santuarios, majestuosos o humildes, salpicaban la faz de la tierra como templos de adoración, donde los mortales elevaban plegarias a las ciento ocho deidades que regían su destino.

Sin embargo, el tiempo, cual río inexorable, esculpió un nuevo curso en la historia. Los hombres, otrora dependientes de la gracia divina, desenterraron los secretos de las artes místicas, dominaron las disciplinas marciales, aprendieron a cultivar la energía interna y descifraron los enigmas de la ciencia. Poco a poco, la sombra de la dependencia divina se fue diluyendo, dando paso a una aurora de autonomía.

Los cuatro grandes señores, dioses supremos que observaban desde sus tronos celestiales, presenciaron con una mezcla de orgullo y desdén el florecimiento de la divina  creación: La humanidad, producto de sus progenitores, se erguía desafiante, conquistando su propio camino sin la tutela de la divinidad. En un acto de desdén olímpico, ordenaron a sus seguidores: dieciséis dioses mayores, treinta y dos medianos y cincuenta y seis menores.  Que retirasen su favor de los hombres.

Y así, la humanidad fue abandonada a su suerte.

No obstante, el legado divino no se extinguió por completo. Numerosas deidades, seducidas por la belleza mortal, habían dejado descendencia en la tierra. El dios de la medicina, encarnado en una serpiente blanca, legó el don del conocimiento a sus vástagos. El cuervo negro, mensajero divino, esparció sus plumas por el mundo. Los zorros divinos, de naturaleza lasciva, procrearon con ímpetu, engendrando una estirpe numerosa y noble.

A pesar de la ausencia de los dioses, sus antiguos santuarios no sucumbieron al olvido. Muchos de ellos conservaron sus tradiciones, sus rituales y su aura de misticismo, convirtiéndose en pilares de las culturas que florecieron a lo largo de los siglos. En las fiestas populares, las ofrendas a los dioses celestiales se entremezclaron con plegarias a los espíritus locales. Adivinos y exorcistas, herederos de la sabiduría divina, continuaban ofreciendo sus servicios a cambio de oro y favores gozando de gran estatus. Y así, la sombra de los dioses pervivía, aunque ya no dictaba el destino de los hombres.

El pueblo del imperio, heredero de la sangre divina, no temía a los cielos. Respetaba a los dioses, pero ya no se postraba ante el poderío de estos. Había aprendido a caminar con paso firme por su propio sendero, sin la necesidad de una mano divina que lo guiara.  

© 2024 por Tenka Diguo

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